No sé por qué me empeño en ponerme así. Por qué le doy tantas vueltas a las cosas. Por qué acabo hundida hasta el fondo y derramando tantas lágrimas que podría hacer que el nivel de los océanos subiera varios centímetros. Lo peor es que todo esto es solo culpa mía, culpa de mi mente estúpida que se obceca en pensar en algo durante demasiado tiempo, montando una película y haciendo una montaña de cualquier tontería. Pero nadie más tiene la culpa de esto, soy solo yo. Podrás decir que soy idiota, y te doy toda la razón.
Lo curioso de todos estos bajones es que todos tienen la misma causa (y casi siempre las mismas consecuencias), pero nunca había llegado a este punto. ¿Y qué tenemos aquí? Un corazón dividido, una mente dividida, debatiéndose entre el sí y el no, entre una parte y otra. Dependiendo del día, una parte u otra se activa, lo cual no supone ningún problema demasiado grande. El problema llega cuando se activan las dos a la vez, o cuando una se activa de forma exagerada. Que es lo que pasa ahora. Que tu parte se ha activado demasiado, quizá influida por el efecto magnético que ejerces sobre mí. O por el hecho de que pareces omnipresente, estás en todo minuto en mi cabeza. Lo más gracioso es que yo jamás quise que esto sucediera. Quería un acercamiento, sí, pero jamás en este grado. De todas formas, toda la culpa es mía. Es mi culpa que me encante que me sonrías y la forma en que me miras cuando lo haces. Fue algo inesperado, quizás no, pero en un momento u otro pasó lo que (tal vez) tenía que pasar. Pero no, tú no tienes ni la más remota idea de qué es lo que realmente pasa. O igual sí y te haces el loco. Me he cansado de estar esperando y de no hacer nada para cambiar las circunstancias. Y supongo que debería hacer algún movimiento y decirte algo, o hacer algo que te haga cambiar el chip, que haga que se ilumine una bombillita en tu cabeza. ¿Pero sabes qué? Tengo miedo. Mucho miedo. No al rechazo, no, ni tampoco a las coñas generales. Si tengo miedo de algo es de no volver a ver tu sonrisa, ni tu mirada cruzándose con la mía, con esa calidez que la envuelve y que me hace sonreírte de vuelta como una tonta. Porque eres increíblemente sorprendente, y eso es lo que te hace parecer tan sumamente interesante para mí. Podría decirte todo lo que siento, todo lo que pienso, todo lo que hay en mi cabeza, pero sabes tan bien como yo que eso no cambiaría nada, de hecho incluso lo empeoraría. Porque no hay ni la más mínima oportunidad de que alguien como tú se fije en alguien como yo. Pertenecemos a dos mundos distintos, completamente opuestos, y sé que jamás podría cambiar esa situación, eso solo pasa en las películas americanas.
De todas formas, yo no desisto aún. Al menos no me voy a dar por vencida, no voy a a aceptar mi derrota y menos de cara al mundo. Soy capaz de luchar por lo que quiero, y en este caso, lo que quiero eres tú. Sí, suena cursi, suena estúpido, suena a adolescente de dieciséis años desesperada. Aunque yo no lo llamaría desesperación, lo llamaría estupidez. Estupidez al caer en el mismo error que cometo siempre, estupidez por no aprender de la experiencia, estupidez por incumplir la promesa que me hice a mí misma tiempo atrás. Tenía la mente bien organizada, bien puesta en su sitio, y de repente llegas tú y con un simple gesto rompes todos mis esquemas, desconectas mis neuronas y te cuelas en mi cerebro. Si ya hasta te tiene fichado mi subconsciente, apareces de vez en cuando en mis sueños, tan nítidos que parecen reales, que parecen un presagio del futuro. Pero no podría estar más equivocada. Al fin y al cabo, los sueños, sueños son.