25.11.10

Chemicals react.

Todo en esta vida se basa en la química. Nosotros somos compuestos químicos, todo lo que nos rodea está formado por elementos químicos. Hasta las partículas más insignificantes son partículas químicas. No es erróneo afirmar, por tanto, que la química es la base y motor del mundo.


Por esta regla de tres, el amor es química. Y es que el amor es producto de múltiples y sucesivas reacciones que dan lugar a un determinado producto, diferente en cada persona, despertando así sentimientos en su interior.


No hay dos productos iguales, de la misma manera en que no hay dos personas iguales. Es por ello que las historias de amor son todas diferentes, porque no existen dos personas que reaccionen igual al amor. Los hay que reaccionan de forma similar, en este caso esas personas tienden a acercarse, y decimos que se han enamorado. Y, por el contrario, pueden reaccionar de forma completamente diferente, entonces decimos que no se soportan o que son “incompatibles”. Pero no todo se reduce a estos dos casos; ojalá, así sería mucho más sencillo. Nos ahorraríamos muchos malentendidos, muchos amores no correspondidos y muchos corazones rotos.


El amor debe comenzar siempre con una “chispa”, es decir, la atracción. Si no hay atracción no hay ningún deseo de acercamiento entre el uno y el otro, y no se puede dar la reacción que llevará al amor. Se diferencian dos tipos de atracción: por un lado, la atracción física, externa, superficial, y altamente cambiante; y la atracción química, profunda, interior, directa al corazón (por eso cuando hay una fuerte conexión entre dos personas, decimos que “hay química” entre ellos). Esto no quiere decir que sólo existan dos tipos de amor, al contrario, hay seis mil millones de maneras de amar, ya que cada persona percibe y transmite el amor de manera única, personal, y esta percepción está compuesta por una proporción variable de los dos componentes.


Quizá por esto el amor sea un tema tan difícil de definir y de tratar. Porque es algo tan cambiante, tan subjetivo, que nadie puede dar una descripción objetiva de lo que es. Si lo abordamos desde un punto de vista meramente científico, llegamos a la conclusión de que el amor no es más que una “fórmula química”, pero es una fórmula que nadie ha sido capaz de postular, y mucho menos sintetizar artificialmente en un laboratorio. Si, por el contrario, tomamos como cierta la teoría de que el amor es algo puramente psicológico, significa que el amor no es más que “algo” en nuestra cabeza, como si fuera un síntoma de una terrible enfermedad. De todas formas, como la psicología tiene un alto porcentaje de biología, y la biología no es más que química aplicada, volveríamos otra vez al punto de inicio.


Por consiguiente, hemos definido el amor como una serie de reacciones químicas que, dependiendo de la persona, dan lugar a unos productos u otros. Y, entonces, ¿son estos productos los que hacen que el corazón se ponga a cien cuando ves a tu enamorado/a? ¿Los que hacen que tus mejillas se ruboricen y que en tu rostro aparezca una sonrisa con solo pensar en esa persona?


Al fin y al cabo, el rubor de las mejillas o el aumento del pulso cardiaco no son más que órdenes que da el cerebro a los correspondientes órganos. Y estas órdenes cerebrales son producidas por el modo en que tienen lugar las conexiones sinápticas entre las neuronas, reguladas por los neurotransmisores. Y estos neurotransmisores, al igual que las hormonas segregadas por las diferentes glándulas en nuestro cuerpo, que cumplen una muy importante función al regular todos los procesos bioquímicos que tienen lugar en él; varían de unas personas a otras, dando lugar a diferentes sensaciones, percepciones y estados de ánimo. Es por eso que estas diferencias fisiológicas entre personas dan lugar a una diferente respuesta ante el amor.


En conclusión, no es descabellado afirmar que el amor tiene una explicación perfectamente lógica y racional, y que, al ser cada ser humano diferente, es distinto en cada persona. Por ello sintetizar una fórmula para el amor sería una tarea prácticamente imposible, debido a la complejidad de la “reacción” y a los múltiples factores que se ven envueltos en el proceso.

13.11.10

Atracción, repulsión, atracción, repulsión...

He tardado muchos años de mi vida en llegar a comprender que si me gustan los hombres es precisamente porque no les entiendo. Porque son unos marcianos para mí, criaturas raras y como desconectadas por dentro, de manera que sus procesos mentales no tienen que ver con sus sentimientos; su lógica, con sus emociones, sus deseos, con su voluntad, sus palabras, con sus actos. Son un enigma, un pozo lleno de ecos.

Se habrán dado cuenta de que esto mismo es lo que siempre han dicho los hombres de nosotras: que las mujeres somos seres extraños e imprevisibles. Definidas socialmente así durante siglos por la voz del varón, que era la única voz pública, las mujeres hemos acarreado el sambenito de ser incoherentes e incomprensibles, mientras que los hombres aparecían como el más luminoso colmo de la claridad y la coherencia. Pues bien, de eso nada: ellos son desconcertantes, calamitosos y rarísimos. O al menos lo son para nosotras, del mismo modo que nosotras somos un misterio para ellos. Y es que poseemos, hombre y mujeres, lógicas distintas, concepciones del mundo diferentes, y somos, las unas para los otros, polos opuestos que al mismo tiempo se atraen y se repelen.

No sé bien qué es mujer, de la misma manera que no sé qué es ser hombre. Sin duda, somos identidades en perpetua mutación, complejas y cambiantes. Es obvio que gran parte de las llamadas características femeninas o masculinas son producto de una educación determinada, es decir, de la tradición, de la cultura. Pero es de suponer que la biología también debe de influir en nuestras diferencias. El problema radica en saber por dónde pasa la raya, la frontera; qué es lo aprendido y qué lo innato. Es la vieja y no resuelta discusión entre ambiente y herencia.

Sea como fuere, lo cierto es que hoy parece existir una cierta mirada de mujer sobre el mundo, así como una cierta mirada de varón. Y así, miro a los hombres con mis ojos femeninos y me dejan pasmada. Me asombran, me divierten, en ocasiones me admiran, a menudo me irritan y me desesperan, como irrita y desespera lo que parece absurdo. A ellos, lo sé, les sucede lo mismo. […] A veces se diría que no parecemos a la misma especie y que carecemos de un lenguaje común.

El lenguaje, sobre todo el lenguaje, he aquí el abismo fundamental que nos separa. Porque nosotras hablamos mucho y ellos hablan muy poco. Porque ellos jamás dicen lo que nosotras queremos oír, y lo que nosotras decimos les abruma. Porque nosotras necesitamos poner en palabras nuestros sentimientos y ellos no saben nombrar nunca lo que sienten. Porque a ellos les aterra hablar de sus emociones, y a nosotras nos espanta no poder compartir nuestras emociones verbalmente. Porque lo que ellos dicen no es lo que nosotras escuchamos, y lo que ellos escuchan no es lo que nosotras hemos dicho. Por todos estos malentendidos y muchos otros, la incomunicación entre los sexos es un perpetuo desencuentro.

Y de esa incomunicación surge el deseo. Siempre creí que a lo que yo aspiraba era a la comunicación perfecta con un hombre, o, mejor dicho, con ese príncipe azul de los sueños de infancia, un ser que sabría adivinarme hasta en los más menudos pliegues interiores. Ahora he aprendido no sólo que esa fusión es imposible, sino además que es probablemente indeseable. Porque de la distancia y de la diferencia, del esfuerzo por saltar abismos y conquistar al otro o a la otra, del afán por comprenderle y descifrarle, nace la pasión. ¿Qué es el amor, sino esa gustosa enajenación; el salirte de ti para entrar en el otro o la otra, para navegar por una galaxia distante de la tuya?


-Rosa Montero